Cita perfecta
Hermosos colores
¡Este es el último golpe, esta es la última vez!
Ese era el mantra que se repetía María mientras lloraba calladita en la orilla de la cama. No sabía claramente cuál de los dolores era más fuerte, si el de los moretones en su cara o el de su pecho al darse cuenta de que su caballero de brillante armadura no era más que un monstruo desalmado.
La luz brillaba suavemente en la ventana mientras que dentro de la habitación María era iluminada por un mal programa de televisión. Las palmas de sus manos estaban marcadas con sus propias uñas y los moretones de sus brazos parecían haber sido pintados con poderosas acuarelas. Sin embargo no eran ni los colores de una paleta ni los pinceles de experto pintor los que habían marcado a María.
Sus hermosos ojos verdes estaban rodeados del morado de sus párpados, como pensamientos en un pálido lienzo enmarcado por sus propios cabellos. Su mano izquierda intentó aliviar el dolor de sus ojos y no pudo evitar lanzar un lastimero gemido al sentir la hinchazón en su párpado. Su paladar de pronto despertó y sintió el terrible sabor ferroso de aquel líquido rojo que manaba dolorosamente de su labio superior.
María era entonces un triste compendio de colores en tonalidades intensas que reflejaban el trato que aquel pintor había dado al lienzo de su rostro.
Sublimes sonidos
¡Este es el último golpe, esta es la última vez!
Se repetía María mientras su mirada estaba fija en la ventana y escuchaba como aquel hombre rompía lo que se atravesaba a su paso del otro lado de la puerta. Cada plato, cada vaso, cada vidrio que rompía le recordaba uno a uno los gritos de súplica que ella misma profirió esa noche. De la misma manera que lo hizo noche tras noche al lado del hermoso macho abusador con el que compartía la cama. De la misma manera que se sintió arrebatada por su encanto majestuoso fuera del colegio. De la misma manera que gimió cuando la hizo suya por primera vez.
Porque cada grito que María había proferido, había sido orquestado por aquel hombre. Esos gritos que progresaron desde el placer cuasi inocente hasta el más sádico dolor.
De pronto un súbito escalofrío le invadió al escuchar el primer golpe en la puerta y los gritos de nuevo. La llamaba pidiéndole que abriese la puerta o el mismo la botaría.
Chocolates y champán
¡Este es el último golpe, esta es la última vez!
María decía para sí misma mientras cada parte de su cuerpo temblaba, ya fuese por el miedo o por el mismo dolor. Los golpes en la puerta le recordaron la amarga realidad en la que vivía. Aquella realidad que algún día fue dulce y adictiva. Solo cuándo su macho urdió aquel plan para convertirla en un objeto más de su posesión. Como aquellos chocolates de leche que él le regalaba y tanto le gustaban. Esos mismos que compartían luego de fabricarle con mentiras un mundo que solo la llevaría a dejar la seguridad de aquel mundo en donde era la princesa de los ojos de papá, la estudiante perfecta y la dulce amiga. Fue así cómo el chocolate se tornó amargo a partir del primer golpe y las burbujas del champán se convirtieron en la peste a cerveza con la que aquel hombre llenaba su aliento al llamarla con los peores insultos. María cerró sus ojos y las últimas lágrimas cayeron solitarias y quemaron su piel. Llena de una mezcla de terror y decisión se incorporó como pudo y se dirigió a la puerta.
Rosas rojas y un beso de despedida
¡Este es el último golpe, esta es la última vez!
Eso fue lo que susurró antes de tomar la manija de la puerta y abrir. Su miedo no pudo hacer más que llevarla a cerrar los ojos y congelarse como lo había hecho tantas veces.
Él entró, como siempre, borracho y con aquel apestoso aliento a alcohol. Los rasgos que en algún momento lo hicieron atractivo se esfumaron esa noche. En una mano llevaba una botella a medio terminar y en la otra un ramo de rosas. Los mismos artefactos que siempre llevó cuando supuestamente intentaba arreglar las cosas y terminaba por hacerlas peores. Hermosas rosas rojas. Esas mismas que le llevó a María aquella noche que rompió sus costillas y ella mintió en el hospital diciendo que unos vándalos la habían asaltado. Esas mismas que le llevó horas después de obligarla a hacer aquellas cosas que su memoria trataba de bloquear, sin embargo cada moretón y cada lágrima le recordaban que habían sucedido.
Él no dijo nada, tiró el ramo de rosas a la cama y la tomó del cabello. La acercó hacia él y la besó con lascivia y con un mareante aliento alcohólico. Ella se negó. Ella era el triste pájaro que se niega a ser estrujado y como tal fue tratada. Porque aquello fue suficiente para desatar la ira de aquel hombre. La tomó de nuevo del cabello y la lanzó sin piedad a la cama. María sabía lo que sucedería aunque esta vez no pensaba morir una vez más sin luchar.
Él tiró la botella al lado de la cama y se preparaba para atacar una vez más. El efecto del alcohol no se hizo esperar y mientras tambaleaba al intentar quitarse el cinturón, María se incorporó como pudo. Tomó en sus manos el ramo de rosas y sin pensarlo clavó las largas espinas en el cuello del borracho. El hombre al sentir como cada espina se incrustaba en su cuello no hizo más que lanzarla de nuevo a la cama. Ella se aferró al ramo y rasgó la yugular del hombre obligándolo a caer al suelo. Los gritos fueron fortísimos mientras el borracho se quejaba en el suelo tras haberse incrustado los fragmentos de vidrio de la botella que él mismo había lanzado al suelo. El hombre gritaba y juraba que María habría de pagar.
Es el último golpe y es la última vez. Fue la única frase que resonó en su cabeza al momento de salir de aquel recinto. Mientras bajaba las escaleras como un perro herido, las fuerzas salían de algún lugar desconocido. Corrió tanto como pudo, calló varias veces en aquella noche terrible.
A veces el amor no es suficiente, a menos que sea el propio.
Fue la frase con la que calentó su corazón mientras rendía testimonio y escuchaba la denuncia que tras varias horas y muchas lágrimas pudo articular en la comisaría.
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