Milagros
“¿Qué tenés?”, preguntó Soraida mientras se secaba el sudor de la frente y revolvía constantemente la olla en donde hervían tantos frijoles como penas y sueños tenía la mujer.
“Nada, ¿qué voy a tener pues?”, preguntó a su vez Roberto, aún metido entre las sábanas y pensando en las múltiples posibilidades para deshacerse de aquello que le preocupaba. Pero la respuesta era una y otra vez la misma de toda la vida.
“No estarás por caer en las mismas malas mañas. Mirá que toda la vida es la misma historia con vos.” Dijo ella sentenciando con una paleta de madera manchada por un caldo negro, tan negro como la conciencia de Roberto.
“Vos callate que con eso te he mantenido y con eso han comido los patojos.” Dijo quitándose las sábanas y restregándose el cabello con tanta fuerza que parecía que se quería sacar los pensamientos que no le dejaban dormir. Y a juzgar por los tremendos agujeros, parte cicatrices de balas perdidas, parte cicatrices de navajazos, parte un sarampión mal cuidado de niño, era cierto.
“¿Cuál mantenido? Si aquí todos te tienen miedo y a mí y a los patojos nos miran como apestados. Todos saben que sos un matón.” Decía Soraida mientras colocaba un plato con frijoles, las tortillas calientes y una taza de peltre con café, negro y amargo, como esos presentimientos que se avecinaban a su cabeza.
“Ah, si yo ya te dije que no digás eso porque yo ya no he plomeado a nadie. Esos tus rezos hicieron el milagro vos Soraida. Pero quien quita y tenga que salir otra vez a conseguir la plata.” Dijo Roberto con una risa sardónica mientras masticaba con la boca abierta.
“¡Dios me libre! ¡Otra vez yo pura la muda con el alma en un hilo! Un milagro es lo que necesito con vos para desaparecer el cuete ese.” Dijo ella mientras tomaba al más pequeño de sus hijos y le daba de comer.
Un milagro, uno de esos de los que hablaba el padrecito en la misa. Eso es lo que recordaba el hijo mayor de Roberto y Soraida, un niño plagado de ideas y piojos; tantos como tanto quería a su madre.
Fue así como David, aquel niño de diez años, decidió realizarle el milagro a su madre de desaparecer el cuete y devolverle la tranquilidad. Corrió hacia la caja de zapatos en donde guardaba el revólver. Lo tomó y vio como el tambor con una sola bala dentro colgaban holgazán, exactamente igual que como lo hacía su padre al regresar de una borrachera. Lo cerró y salió corriendo de la champa lo más rápido que pudo, tratando de encontrar un lugar donde desaparecer la pistola.
Corrió hacia la casa de Doña Chona, la de la panadería, la mamá de la niña que le regalaba pan dulce a escondidas cada tarde. Esa vieja tendría que tener algún lugar donde esconder la pistola entre tantas cosas con las que la gente pagaba los intereses de los préstamos que hacía. Daniel siempre pensó que en esos trastes viejos, aquella vieja amasaba no solo el pan, sino aquellas fortunas a costa de la necesidad. Entró corriendo y gritando que tenía que hacer un milagro con la pistola. No es necesario decir que la mujer estalló en llanto y fue presa del pánico al ver al hijo del matón con un revólver en las manos. La panadera tomó el dinero de la venta del día y le pedía que se fuera sin hacerle nada. Un David confundido tomó el dinero, se lo guardó en la bolsa del pantalón y salió corriendo de nuevo, esta vez hacia la casa de Don Juancho, el usurero prestamista que varias veces contrató a su papá para cobrar deudas.
De nuevo y más confundido, entró gritando que tenía que hacer un milagro con la pistola mientras le apuntaba como suplicando ayuda. Fuera de sí y aturdido tras contar y contar billete sobre billete, el viejo no podía creer lo que veía. “Ayúdeme o mi papá va a salir a plomear a alguien” gritaba David a todo pulmón. El miedo de David incrementaba el miedo del viejo, quien terminó por tirarle los billetes encima y decirle que se largara con todo y la pistola. David no logró reaccionar de otra manera más que tomarlo y escapar de nuevo a zancadas. Esas mismas zancadas que había que dar cuando se sorteaban los hoyos de invierno en los lodazales del asentamiento.
Solo quedaba un lugar, la casa de La Yulesli. Esa mujer que vestía poca ropa y usaba mucha pintura en la cara. La dueña de la casa en la que David había visto entrar muchas veces no solo a su papá sino a muchos hombres. Probablemente, allí habría algún lugar en donde esconder la pistola. Entró corriendo buscando a La Yulesli a quien encontró en la cama con un hombre. Aquel era el síndico que buscaba desalojar a sus papás de la champa donde vivían. “Ayúdeme Yulesli o le juro que mi papá va a plomear a alguien.” Gritaba el niño mientras les apuntaba. “Bajá esa pistola patojo, querés”, gritó La Yulesli tapándose con una sábana mientras el síndico se armaba de valor al querer quitársela a David. Los nervios le traicionaron y jaló el gatillo. Un disparo se fue a empotrar sobre la cabeza del síndico y debajo de un póster de muy mal gusto del Divino Maestro. “Que ya le dije que me ayude o mi papá va a plomear a alguien.” Gritos y llantos solo hicieron que el síndico le tirara una bolsa llena de dinero y le pidiera que se fuera. David estaba totalmente confundido, y huyó de aquella escena sacada de documental sobre la pobreza. Corrió y corrió, tanto que se le olvidó que quería hacer hasta que una piedra le hizo recordar lo duro de su realidad. Una realidad dura como la calle que se atravesó entre su cara y su nerviosismo. Cayó de bruces y la pistola a su vez en aquel tragante que nadie tapó porque a nadie le interesó. Y como de milagro, de esos que se escuchaban en las misas del padrecito, la pistola desapareció. Corrió de nuevo hacia su casa tratando de encontrar como explicarle a su mamá donde había estado. Y es que bien reconocía los gritos de su madre.
“Vení para acá, patojo, ¿Dónde andabas?”, dijo Soraida cargando al niño dormido y sarandeando del brazo a David.
“Andaba pidiendo un milagro mama.” Dijo David zambo y contento.
“Qué milagro ni que indio envuelto. ¿Qué cargás en las manos?”, preguntó consternada.
“El milagro mama” dijo tras entregárselo.
Y en efecto, los rezos de Soraida y una que otra carrera de David hicieron que el milagro sucediera que su marido, al menos por un tiempo, no tuviese que salir a plomear a alguien.
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