Bachata

 


No era limpio, ni inocente ni dulce. Nunca lo fue. Y quizás nadie esperara que lo fuese. Tal vez todos aquellos concurrentes de aquel atestado y pequeño bar de las afueras de Brooklyn fuese lo que todos querían, un pedazo del Santo Domingo acalorado, sensual y erótico. Ese que no sale publicado en las noticias. Ese mismo que no se publica en las guías de turistas, pero que todos apetecen.

Daniel bajó del taxi y acomodó el saco del traje satinado y corrigió el nudo de su corbata de seda italiana en el reflejo de una ventana. Acarició la barba y acomodó algunos cabellos que se salían del cuidadoso diseño del tupé hipster. Se sabía guapo, y es que lo era. Un galán ejecutivo que logró asegurar su puesto como gerente de ventas a base de un carisma arrasador, unas sonrisas emblemáticas y frases de conquistador de películas de los sesenta. Pero esta vez necesitaba deshacerse de un accesorio de aquel cuidado atuendo. Giró la argolla varias veces en su dedo anular. Sonrió para sí mismo y se la quitó en un gesto discreto. Caminó lentamente y guardó con cuidado el anillo en el bolsillo interior del saco mientras pensaba en la posibilidad de aquello que aún no sucedía y que se apoderaba de su mente.

Tras las preguntas usuales y los también usuales pagos, Daniel guardó los billetes del cambio en su bolsillo y se adentró a un mundo distante y distinto. Un mundo que lo atraía más allá de lo que él mismo podía contener. Se adentró en el local y los aromas a tabacos finos y colonias dulces inundaron su olfato. Una tonada de Daniel Santacruz sonaba mientras reconocía la familiaridad de los distintos acentos isleños de español, inglés y portugués. Se abrió lentamente paso entre parejas que se declaraban abiertamente el deseo de uno por el otro al sonido de los arpegios de guitarras y claves de percusiones. Se respiraba la sensualidad en cada esquina y aquel recinto era un templo a las feromonas que cada una de las parejas exudaba mientras la tonada clásica de los ritmos de Santo Domingo retumbaba en ágiles movimientos de cuerdas de guitarras. Aquellos sonidos que en algún momento fueron considerados música de amargue. Ahora eran el decadente y cadencioso ritmo del deseo y el delicado cortejo.

Miradas provocativas, sonrisas y claras insinuaciones de placer fueron propinadas para con Daniel en su paso de la puerta a la silla de la barra en la que fue a acomodarse. Pero ninguna de ellas cumplió su cometido, no tanto por falta de ganas sino por falta de valor. O quizás no eran suficientes para arriesgarse a cometer por primera vez a las claras lo que en repetidas ocasiones había hecho a oscuras.

Y es que Daniel no embonaba del todo en aquel lugar. El joven yuppie de fino traje y lustrosos zapatos italianos, hijo de migrantes español y dominicana que con mucho esfuerzo lograron matricularlo en las mejores escuelas, no terminaba de ser parte de un microcosmos del caribe real en medio de la ciudad más cosmopolita de la costa este de los Estados Unidos. Pero eso era lo que Daniel buscaba, alejarse de los bares de moda y de sus compañeros de oficina, de las quejas del hogar y de la rutina marital. Quería ser otro siendo él mismo. Aunque tuviese que omitir algunos detalles para alcanzar su propósito. Pero para ello debería encontrar a la compañera ideal, esa que no se atrevía a buscar en su cotidianidad. Esa compañera que reviviera su espíritu aventurero, su deseo de peligro y sus ganas de quemarse lentamente en la hoguera del deseo. Ese mismo deseo que creía apagado fuera de los negocios y sobre todo en su propia cama.

Ligeros sonidos de bongos y las cadencias de sensuales guitarras hicieron lo que en su momento hizo el flautista de Hammelin con los niños. Aunque esta vez fue distinto el género, tanto el que sonaba como el que fue atraído. Una visión sensual y decadente se apoderó del campo visual de Daniel mientras disfrutaba de un cóctel con ron Brugal. Una mujer con más curvas que la costa de Dominicana. Felina, hermosa y definitivamente desinhibida. Una mujer enfundada en ajustadas prendas que pareciera que hubiesen sido colocadas no para cubrir sino para mostrar. Un par de estilizados zapatos de tacón tan altos y finos que daban la impresión de caminar en puntillas sobre el aire. Portaba una larga melena que enmarcaba un rostro dibujado con maquillaje que acentuaba sus facciones de gata en celo. Ella fijó sus ojos en Daniel y él supo que habían sido escogidos los roles de presa y cazador. Y para ello él no estaba listo para ser cazado por una hembra empoderada. Ella bailaba con la sensualidad que solo poseen las hembras caribeñas en las que la sangre nativa africana plena de voluptuosidad las llama a atraer a los hombres al ritual del cortejo. Daniel podía apreciar como aquella sensual mujer bailaba con uno y con otro caballero que peleaba por su atención mientras descaradamente fijaba sus ojos en el caballero recién llegado. Para Daniel era complicado precisar si la forma de sus labios o el movimiento de su cadera era más provocativo. De pronto les dejó a todos y bailó sola rodeada por pretendientes a los que ya había complacido con su presencia. Fue así como fijó su mirada y sus intenciones en aquel ejecutivo de Manhattan que le sonreía con un evidente lustre erótico en la mirada.

Se busca un corazón que salte de emoción al toque de mis manos…”

Una tonada de El Torito sonaba y ella aprovechó para acercarse sensualmente hacia él mostrando sus mejores movimientos al compás de aquella bachata sensual. Daniel sonrió ante aquel evidente acto de provocación tropical. Sin palabra alguna ella se acercó hasta donde estaba él y bailó como si nadie más estuviese presente; como si ella misma fuese la única mujer y él fuese el único hombre en el salón.

- “Guapo y solo.” Dijo ella viéndolo a los ojos y bamboleándose suavemente de un lado al otro.

- “No ahora que estás acá.” Respondió Daniel “¿Cómo te llamas?”

- “Desireé, pero tú llámame como quieras.” Dijo al momento de tomar la bebida de las manos de Daniel y dar un trago mientras acariciaba su cabello y balanceaba sus caderas. Daniel sonrió de nuevo, se incorporó y tomó el vaso para colocarlo en la barra. La tomó suavemente y la guió hacia la pista.

En medio de los quejidos de Romeo Santos, Daniel tomó a Desireé por la cintura y la guió suavemente como quien toma una de esas elegantes guitarras con las que melodías tristes y sensuales eran interpretadas. Su mano acarició descaradamente la espalda baja de aquella hermosa cazadora y un gemido sonó en los oídos de Daniel. El cuerpo de Desireé se tensó y supo responder a los impulsos de aquel elegante caballero.

Sus pasos eran pequeños y continuos, suaves y delicados. En aquel recinto no existía nadie más que ellos dos. Ambos olvidaron que otros tantos disfrutaban de las delicias sensuales de la bachata de la misma manera que ellos lo hacían.

Las caricias eran largas y descaradas. El juego de acercarse y alejarse semejaba la forma en la que las olas del mar le hacen el amor a la costa de las islas del mar Caribe; a veces rápidas, grandes e intensas y a veces suaves, pequeñitas y delicadas. Las manos de Desireé se enredaban en el cabello de Daniel mientras el se enredaba en sus caderas y en el narcótico aroma de su piel. Ambos giraban y marcaban acentos en el diminuto espacio que ambos compartían. Sus pies se deslizaban como si el piso fuesen los dedos de un par de amantes sobre sábanas de seda. Sus cuerpos emanaban el calor de las noches de Punta Cana.

Una extraña mezcla de sudor, deseo y provocación se encargó de disolver mucho del pudor de ambos y los hizo aceptar los movimientos del otro como si fuesen propios.

- “¿Bailas así con todos?” preguntó Daniel al oído de la hermosa bailarina mientras le guiaba por detrás.

- “Solo con quien me interesa… O con quien puede darse el lujo de pagar mi compañía.” Dijo ella ofreciendo sensualmente su cuello y acercando sus caderas a la entrepierna de Daniel.

El joven yuppie no pudo más que cerrar los ojos y aspirar profundamente el aroma a deseo que provenía de la nuca de Desireé. Olvidó por completo quien era y de pronto solo existía una animal y primitiva necesidad de satisfacer su deseo. La quería a ella, costase lo que costase. Literalmente.

Cuando un hombre se enamora, ella baila en su cabeza y él no para de soñar…”

El pulso de ambos sonaba acompasado con los bongos de la melodía y su sangre fluía tan rápido como las notas de las guitarras. Ninguno de los dos necesitaba abrir los ojos pues el calor de sus pieles y la cercanía de sus cuerpos era suficiente parámetro de guía para deslizarse a través de los terrenos de la pasión y el contoneo de la bachata.

Daniel sabía que por un momento al menos aquella deseada presa era suya, aquella mujer que causaba las delicias de muchos hombres estaba a su lado y no importaba nada más que ese instante en el que era suya. O quizás era él quien había sido cazado.

- “Te quiero para mí” susurró Daniel

- “De ti depende precioso” dijo ella acariciando la barba de Daniel como si fuese terciopelo en un suave y mullido cojín.

- “El precio no importa.” Respondió él al cerrar los ojos y acercar su barbilla al cuello de Desireé.

- "Entonces conozco un lugar donde puedes olvidarte de todo y concentrarte solo en nosotros”. Dijo ella tomando las manos de Daniel.

- “¿Me harás olvidar todo?” preguntó él viéndole a los ojos y haciendo girar sus caderas.

- “Todo y a todas”. Dijo ella mientras besaba la marca descolorida del anillo en su dedo anular.

El morbo de Daniel se acrecentó y por un momento sintió aquella necesidad de demostrar que la caza mayor de aquella noche era suya. Que por un momento la dueña de las miradas y los deseos de todos no era de nadie más que de él. Pero que a su vez no lo era por completo.

- “Si tú quieres, puedo ser tuya completita papi.” Dijo Desireé en el tono más sensual cuando acercó sus labios al oído de Daniel y mordió levemente su lóbulo.

Los últimos acordes de aquella bachata sonaron y Daniel posó sus labios sobre los de Desireé. Y un acuerdo tácito se dio entre la pareja. Se arregló el saco y la tomó de la mano. Ella hizo un claro gesto y él la siguió. Salieron del recinto y tomaron el primer taxi que apareció a mano. Tras darle la dirección de un hotel de Brooklyn, los besos y las caricias no tardaron en aparecer. El taxista sonrió al ver la pasión desbordada en el asiento trasero de su vehículo y como muchas otras veces prefirió prestar atención al camino y no a sus pasajeros.

De pronto un móvil sonó y fue Desireé quien se separó del abrazo. Tomó el aparato y respondió.

- “Bueno… Sí…¿tiene que ser ahora?... Esta bien, vamos para allá.”

- “¿Pasa algo?” preguntó Daniel asombrado.

- “Tenemos que cambiar los planes precioso. Los chicos quieren regresar a casa y mi madre necesita descansar.” Dijo ella mientras arreglaba su cabello.

Daniel respiró profundamente y claramente decepcionado. Tomó su móvil para hacer una llamada.

- “Sí, Ana, prepara algo de cenar.” Dijo antes de guardar su móvil dentro del saco y sacar el anillo para colocarlo en su dedo. Desireé lo vio y sonrió de manera pícara mientras buscaba algo en otro bolsillo del saco de Daniel.

- “¿Casado?” preguntó ella con una sensual sonrisa.

- “Y con la mujer más maravillosa del mundo.” Dijo tomándola del mentón.

Daniel metió su mano dentro del bolsillo y sacó otro anillo que puso en el dedo de Desireé. La besó sensualmente en los labios y dio una nueva dirección al taxista, esta vez en el centro de Manhattan.

- “Lástima que tengas que cambiarte para recibir a los chicos, esta noche debiste ser solo para mi y te ves espectacular.” Dijo Daniel mientras acariciaba con un dedo la piel desnuda de Desireé.

Ella se recostó sobre el hombro de Daniel y marcharon rumbo a casa. Dejaron un juego en pausa para regresar a la realidad, pero esta vez cargados de fantasía. En la radio sonaba una canción, “Bachata en Nueva York.”

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