Tango
Ella,
enfundada en aquel vestido púrpura que divagaba sutil y radiante
entre lo vulgar y lo elegante, el cabello castaño largo y suntuoso
recogido en un sofisticado mono francés; maquillaje discreto que
acentuaba sus facciones de muñeca de porcelana (de esas mismas que
se coleccionaban en las cortes de los zares) y el embriagante aroma
de un costoso perfume de una reconocida casa italiana.
Ella,
y una milonga plagada de todos aquellos a quienes los bandoneones y
la melancolía les hacían recordar el temblor de un paso, la pasión
de un baile que igualmente divagaba entre la frontera de elegancia
callejera y la melancólica sutileza del brutal Buenos Aires.
Ella
y el humo de un cigarrillo. Ella y una copa de Malbec. Ella, el
caprichoso y renovado aroma bonaerense hecho una mujer: una que cada
día se disponía a labrarse un camino en un mundo de hombres. Ella,
astuta y criminalmente sagaz. Ella, la que lidiaba con decisiones y
números cada día. Ella, la que enfrenta un mundo en donde no es
bienvenida por una diferencia genética. Ella, la respetada y temida,
ella la figura pública a quien se le reconocen los méritos que a un
hombre se le exigen: joven, inteligente, decidida, audaz y totalmente
independiente. Ella, la graduada Cum Laude en una prestigiosa
Universidad del extranjero, la de los premios corporativos cuando aun
no cumplía los 26, ella la de la portada de la revista económica
que leen todos sus competidores (esa misma en donde aparecía mas
como modelo de alta costura que como empresaria).
Ella,
un nombre simple de mujer. Eva. Ella, la que en las noches como
aquella dejaba de ser aquella mujer y se convertía en lo que amaba.
Una amante de la sensual tragedia de la canción del arrabal. Porque
a pesar de todo ella era una de esas tantas que fueron criadas con
lamentos de bandoneón y quejas de sorprendentes interpretes que le
cantaban al dolor y al desamor, a la pasión de un encuentro furtiva
y prohibido, al deseo y a las lagrimas.
Eva
lo sabía y era más que feliz con ello, o quizás con ellos.
Era
sábado por la noche y como todos los sábados, ella buscaba las más
viejas, las más populacheras y honestas milongas del viejo Buenos
Aires. Ella quería dejarse seducir por el tango de verdad. No de
aquellos elaborados y elegantes tangos de salón que ganan
campeonatos en los programas de televisión nocturna o dominical.
Claro que esos eran hermosos, pero no eran reales. Esos eran tangos
para artistas, críticos y premios. Ella quería el tango de verdad.
El de compadritos y callejeras; el de una vieja pareja bailando la
vieja guardia, el de las calles, el de los truhanes que bailaban para
no matarse en la calle o en la cama, el de la pasión y el deseo a
flor de piel.
El
ritual era el mismo todas las noches de sábado. Enfundarse en
aquellos hermosos vestidos, como el púrpura de esa noche, calzar los
altísimos zapatos de tacón y comerse el mundo en las milongas, que
de esas estaba plagado Buenos Aires. Llegaba a una de ellas y el
ritual iniciaba siempre igual. Una mesa libre, encender un cigarrillo
largo y pedirle al mozo en turno que le sirviera un vino barato,
dejarse seducir por el encanto musical que la orquesta tocase y luego
escoger a aquellos que serian o que más bien servirían a sus
propósitos. Solo los mejores, solo los más talentosos podrían tan
siquiera acercarse. Porque había que admitir que ella era toda una
maestro en el arte del desdén. Porque a diferencia de todas aquellas
que también estaban allí, ella era diferente.
Fue
así como desfilaron los mejores ejemplares de la fauna masculina de
Buenos Aires con cada uno de los mejores tangos. Así el compadrito
de traje a rayas y pinta de galán de esquina bailo con ella al ritmo
de "Nocturna" de Plaza, el viejo y elegante dueño de
tienda al ritmo de "Lo han visto con otra", el joven
conquistador al ritmo de "El Marne" de Aolas. Ella jugó su
juego, ella les hizo creer que eran ellos quienes la conducían
magistralmente por la pista, cuando era ella quien se lucia y les
guiaba a guiarla en aquel ritual urbano de total seducción al ritmo
de tangos y milongas.
Eva
era la reina no coronada de cada una de aquellas instituciones de la
danza a donde asistía. Y era eso precisamente lo que buscaba pero a
pesar de ello algo faltaba. Ese perfecto aderezo.
Tomó asiento de nuevo para disfrutar tranquilamente del humo de un
cigarrillo y del intenso sabor de aquel vino barato. Sonaba una
grabación de Gardel y algunas parejas bailaban con el sonido
melancólico de aquella leyenda. Fue allí donde le vio entrar. Paso
firme y sombrero de medio lado, el saco al hombro, sin corbata ni
vergüenza, con la arrogancia como acompañante y la masculina
presencia de aquellos galanes de esquina que solo las porteñas
pueden parir. Era guapo, evidentemente, pero no era su genética lo
que le atraía sino aquella presencia y aquel porte divino y sensual,
cual deidad erótica extraída de Las Mil y Una Noches.
El
caminó lentamente y seguro de si mismo hasta una de las mesas. Colgó
su saco al mismo estilo que lo haría un torero ejecutando una
verónica, apago su cigarrillo en el cenicero y levanto de su asiento
a una de las mas hermosas concurrentes del lugar. Le llevó lentamente
a la pista y con una mirada y un arrogante movimiento de cabeza
iniciaron el baile. Aquella pareja se notaba entre la multitud, sin embargo todos (y sobre todo Eva) sabían que no era a causa de la hermosa mujer
rubia sino de aquel hombre que irradiaba una vulgar elegancia y un
rancio aire señorial. Aquella elegancia y sensualidad que conferían
al tango que bailaban no podía provenir de otro lugar más que de
los deseos más oscuros y de las ansias más carnales. Porque en eso
consistía la magia de aquel ritual urbano de seducción, era un
cortejo en donde se le confería de las características mas
refinadas y elegantes a uno de los deseos mas primitivos del ser
humano; y aquel macho argentino era todo un maestro en el arte de
reducir la voluntad de sus presas a la nada y manipularlas a su
encanto, todo ello aderezado con una altísima carga de feromonas y
endorfinas, el aroma a tabaco, colonia barata y un traje impecable
(de esos que solo los viejos sastres de viejos barrios pueden
confeccionar).
Una
suntuosa sensación de civilizado animalismo envolvió a Eva. Una
mezcla compleja de excitación, deseo y miedo la invadió. Por
primera vez se sintió presa y no cazadora y eso le aterraba. Por
primera vez sentía el placentero miedo de la cacería. Por primera
vez un nuevo depredador había entrado a sus dominios pero esta vez
no competiría por la presa sino la convertiría a ella en su presa.
Aquel compadrito elegante se deslizaba lentamente en la pista y
guiaba con majestuosa clase a su compañera. Su mirada lubrica y
arrogante clavada sensualmente sobre los ojos de su compañera y el
sonido de aquel delicioso tango no hacia mas que enamorar a su
audiencia y reafirmar su papel de macho cazador.
Por
primera vez Eva temía no ser fuerte y demostrar un verdadero interés
en un cazador más poderoso que ella. Por primera vez sintió que ni
el humo de sus cigarrillos, ni el sabor de su vino barato ni su
propia belleza o su aura magnética podrían reafirmar su temple. Por
primera vez sucumbía, se rendía ante le acechante encanto de un
macho alfa y eso no era bueno, eso no era ni siquiera la sombra de
aquella exitosa, respetada y reconocida mujer.
Por
primera vez ella temía aquel calor y aquella humedad con la cual su
cuerpo se revestía, y el, en aquella majestuosa danza le notaba
inquieta, deseosa y temerosa. Y fue axial como en medio de
aquel ritual de erotismo al compás de un tango, el le sonrío
sensualmente y ella no supo como reaccionar a aquellas intensas
corrientes eléctricas que le recorrieron la espina dorsal y
remataron en ambos extremos, atrofiando su voluntad y excitando su
deseo.
Y
aquella pieza culmino magistralmente. El se separó de su
compañera y caminó lentamente hacia Eva de la misma manera que lo
hacen los felinos en la selva que asechan a sus presas. Paso
firme e intenso, cubierto de arrogancia y masculinidad, orgulloso de
si mismo, las facciones de protagonista de película de los años
cincuenta, la actitud de truhan de garito y un par de cálidos ojos
del color del embriagante whisky. Una extraña sensación
de expectación y deseo le invadió súbitamente y la presencia de
aquel hombre hizo que Eva dejase caer su cigarrillo al suelo sin
razón aparente. La orquesta cayó en la expectación de
saber quien seria la próxima a ser escogida por aquel cazador. Y
como siempre las murmuraciones iniciaron. En aquel momento
aquella vieja milonga era el universo completo y Eva era un pequeño
satélite que orbitaba a merced de los deseos de un planeta habitado
por el encanto, el aroma a tabaco y colonia de barbería y una
altísima carga de testosterona. Eva sucumbió. Lo
hizo por primera vez ante un hombre, ante un cazador, dejo de ser el
perfecto ejemplo de mujer contemporánea o de líder de revista
feminista. Se convirtió de Nuevo en una mujer deseosa que
se rinde ante las armas de un hombre que provoca el deseo.
El
llegó ante ella y le vio fijamente a los ojos con la mirada saturada
de lujuria y con el temple plantado en la arrogancia pero con una
extraña y tierna sonrisa angelical. Ella sintió de nuevo
como una terrible carga eléctrica le recorrió el cuerpo y una
suntuosa humedad le revistió. El le tendió la mano en un
galante gesto y ella no pudo resistirse a tomarla y morderse
suavemente los labios. El sonrío de nuevo y ella sucumbió
ante su sonrisa. La pista se abrió completamente para
ambos de la misma manera que lo hacen las manadas de lobos cuando sus
alfas se aparearan. Todos estaban a la expectativa de la
mezcla que generaría aquella pareja singular. Ambos
caminaron hacia el centro de la pista y Eva se preguntaba como había
sucumbido, como había permitido que alguien totalmente ajeno a ella
hubiese logrado que su voluntad y su orgullo fuesen colocados por el
suelo de una manera tan seductora y generando tal carga de
erotismo.
Llegaron
juntos al centro de la pista y el la tomo sin dejar de verla y sin
decir palabra alguna. Con una sola mirada y el gesto de
acomodar su sombrero la orquesta inicio con un clásico de Gardel,
“Por una cabeza”. La mano de aquel hombre descendió
lentamente por la espalda de Eva y se poso firmemente en su cintura
mientras sus ojos le veían intensamente, como tratando de extraer
sus mas íntimos secretos y luego comerciar con ellos. Pero
todo ello no importo desde el instante en el que aquel hombre inicio
el ritual de seducción llamado tango. Eva, acostumbrada a
guiar, debió rendirse ante el desde el primer instante en el que sus
intenciones fueron cortadas, ella intento guiar y el la sujeto
fuertemente y la regreso a su estado de sumisión. A lo
que ella respondió obedientemente. Fue concreto como ella
comprendió las razones por las que las mujeres que, por décadas habían entonado
himnos trágicos y de sumisión en sus tangos favoritos lo habían
hecho con tan convicción. Y no podía ser por otra razón
que no fuesen aquellos hombres que inspiraban aquella música.
Aquel
extraño que semejaba un galante villano de película glamorosa hacia
con ella todo lo que deseaba sin decir palabra alguna, sin dejarla de
ver a los ojos a no ser por algún efecto dramático que enaltecía
su arrogancia y la elegante estética de aquel baile. Y
ella desfallecía, se rendía: sin voluntad, sin autodominio, sin
vergüenza, sin represión, atada por completo a la voluntad de un
hombre.
Elegantísimos
ganchos, dramáticos efectos y exóticos pasos eran el resultado de
un complejo, hermoso y sensual baile en el que una ponderosa y
reconocida mujer se subyugaban a los deseos de un hombre. Aquel
no era mas que la representación enésima de la misma historia que
todos los tangos contaban. Era la tragedia de una intensa
pasión, era la belleza del deseo sublimado, era el erotismo vulgar y
suculento de la callejera y el canfliflero, el lugar era de nuevo un burdel y ellos, dos hermosos protagonistas de una historia de
pasión.
Eva
se olvidó de los éxitos y los números, se le olvidaron las
proyecciones y las reuniones de directiva, se le olvidó el respeto
ganado, se le olvidó todo aquello para recordar su aspecto mas
primitivo. Recordó a la mujer que desea, a la mujer primitiva que
necesita ser seducida y conducida al lecho no por el perfecto
caballero sino por el macho conquistador. Ella danzaba de
nuevo guiada, no era ella el timón sino la vela que era sabiamente
conducida por el viento. Ella se sometía al ingenio de un
hombre y su cuerpo se rendía a una fortísima carga feromona y
emotiva mientras el solo sonreía con malicia.
Y
en un gesto supremo finalizaron la danza con ella por los suelos
suplicante y satisfecha y el acomodando su chaleco y sonriendo con
desdén.
Eva
había sido reducida y exaltada al mismo tiempo. Luego en
un dramático y caballeroso gesto, el la recogió gentilmente del
suelo, la acercó fuertemente a si mismo y acarició con su nariz la
rosada mejilla de Eva. El cuerpo de ella se tensó y no
pudo evitar lanzar un apagado gemido e incrustar sus largas unas en
los hombros de aquel extraño. El simplemente sonrió y le
vio fijamente a los ojos mientras sus narices se acariciaban y el
cálido aliento de ambos se mezclaba al momento en el que todo el
salón aplaudía jubiloso.
El
se retiró despacio y tomó galantemente la mano de Eva, la besó y
condujo de nuevo hasta su asiento. Se sonrió de nuevo con
ella, largamente. Hizo un dramático gesto con su
sombrero, acarició el hermoso rostro de Eva, se incorporó para sacar
un cigarrillo del bolso de la atónita mujer y se dio la vuelta para
partir.
Eva
temblaba aun a causa de la excitación y casi no escuchó lo que hizo
que su cuerpo temblase incluso mas debido a la enorme sorpresa que
aquello le provocó cuando una de las mozas de aquel lugar se acercó para llenar de nuevo su copa de vino barato.
-
“Nena, sos afortunada. No cualquiera hace lo que hiciste
con ese hombre. No cualquiera lo hace. Cualquiera
de nosotras mataría por bailar como vos lo hiciste con el sordo.”
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